Querida Andi:
Para comprender esta carta tendrías que intentar ponerte en la piel de Karina, mi amiga de la juventud, quien a principio de los noventa soportaba estoicamente mis críticas acerca de cualquier cosa que se nos cruzara por delante:
– ¿Te gustó el último tema de Paez? –me preguntaba mientras sacaba un bocadito cabsha de su mesita de luz.
– y… mas o menos –le contestaba yo- podría haberlo hecho mejor.
– ¿y si vamos a ver «De La Guarda»? –seguía ella, intentando rescatarme del letargo.
– ¿para qué? –le refutaba- ¿quién no puede hacer eso?
Pobrecita, le tocó ser la amiga de mi estado crítico, cuando paralizada por el miedo me refugiaba en la creencia de que bailar como Maya Plisétskaya era sencillísimo y que de no haber sido por la mala suerte de que el estudio de la profesora Madame Rochas cerrase justo cuando yo pasaba a la media punta, hoy se me reconocería como la Talenteux Judí quien cambió el tutú por el vosvós.
«¡De lo que se va a perder el mundo!» Predecía mi versión adolescente, convencida de que Juana de Arco, Marie Curie y Frida Kahlo habían decidido reencarnarse conjuntamente en mí con el único objetivo de demostrarle al resto de la humanidad que no valía la pena hacer el intento. ¿Para qué esforzarse si al final todo da lo mismo y no sirve para nada?
Lo que mi amiga no llegó a ver es que un día la vida me obligó a sacar a ventilar los miedos y de golpe me encontré en la vereda de enfrente calada por la misma lluvia de críticas que yo profería contra el resto. Quedé empapada de humildad, como si me hubiesen dado uno de esos cachetazos para despabilar al histérico. Comprobar que las cosas no salían tan fácilmente fue un shock que dejó al crítico interno mudo, quien así «redepente» cerró la boca, porque al ver los obstáculos que se le presentan a quién está intentando hacer y los resultados mediocres que se consiguen aún esforzándose al máximo, tuvo que admitir que cada cosa tiene su misterio, su técnica y su tiempo de aprendizaje.
A ella, que es psicóloga, no le tendría que explicar que esa negatividad interna era solo un recurso para protegerme. Nadie quiere descubrirse incapaz o «desperfecto» y desde afuera todos sabemos cómo educar al hijo del vecino, o cómo debería haber estado decorada la torta de casamiento. Pero el que se esconde del mundo, se escapa de la vida y no se esfuerza para desarrollar sus talentos, podrá seguir imaginando hasta el fin de los días que con tan sólo propónerselo ganaría año tras año un nobel, un pulitzer y un grammy, siendo reconocido a la vez por las obras de caridad que enorgullecerían a su numerosa familia con la que se fotografía los domingos en el podio de la fórmula 1.
Pero para entender deberías intentar ponerte en la piel de mi amiga Karina, quien te aseguro, en este momento está bailando en una pata por haberme escuchado decir esto.
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