Barrio de Once – 1994
Muchas fueron las razones que hicieron que el primer departamento a donde fui a vivir de soltera fuera el de mi abuela. La principal: no tenía garantías para irme a otro lado. Siendo once el último barrio que hubiese elegido como destino, dudé incluso en tomar esa decisión. Pero tuve una sugerencia salvadora que fue la que me permitió cambiar la mirada del lugar y dar el paso: pensar que soy una extranjera en china town, New York. Y con esa idea brillante y tonta, una cámara de fotos, un colchón y una mesa de dibujo me lancé a la aventura de ser reportera de mi propia vida.
Por supuesto que nada fue como creía. Llegué al departamento en Paso y Sarmiento esperando oler por las escaleras el aroma a la sopa de pollo de mi abuela y me encontré con el olor a ajo de la mayoría de mis vecinos coreanos. Tuve que llamar a una desinsectadora para que saque tres bolsas de consorcio con murciélagos y acostumbrarme a dormir con el fsss, fsss típico del cielo nocturno de once, cuando ya casi no se escuchan los colectivos y se parece a un barrio fantasma.
Vivir sola en un departamento de 120m con estilo años 70´ puede resultar interesante o aterrador. A mi me resultó lo segundo y fui ganando cada espacio, cada habitación con el transcurso del tiempo. Los primeros días estaba todo junto en el comedor que era el único lugar que me atrevía a pisar. Porque tenía alfombra y porque era el que más recuerdos de mi infancia me traía. Los sedarim de Pesaj, el winco disimulado en la biblioteca, las paredes revestidas en madera, un mural con una gigantografía de un paisaje blanco y negro, los cuentos de Mickey y Pedro de mi tía Berta.
A fuerza de querer un jardín, terminé plantando en mi balcón desde albahaca hasta tomates y lechugas. Y también terminé tirando un montón de cajones de verduras con toda mi plantación bichada y muerta de smog.
Tuve una gata colorada a la que llamé Pancha y ella fue la única testigo de aquella mañana aterradora en la que creí que se terminaba el mundo:
8 de la mañana. Escucho un estruendo fuertísimo y mi edificio comienza a temblar por completo logrando que se rompan los espejos que cubrían una pared de la sala. Mi gata asustada corrió hacia mi cuarto y yo la abracé con fuerza. Es el fin- pensé- y me senté en una silla a esperar. Pasaron 10 segundos eternos y viendo que seguía viva me acerqué a la ventana desde donde pude ver el hongo negro salir de algún lado de la tierra, entre edificios grises, bastante cercanos al mío. Bastaron unos minutos para saber que había sido una bomba, que el lugar era la AMIA, y que yo tenía que ver en eso.
Toda mi estructura intelectual tan construida, tan laica, tan asimilada, todos esos años en que pensé que me alejaba, se desmoronaron ese mismo día en el que lloré sin parar acurrucada en un rincón.
Dejé en el piso los cristales rotos durante días, sólo rodeados por una valla de cinta. No podía levantarlos, tal vez porque eran el mejor reflejo de cómo desaparece el mundo en un segundo. El interno, el de mis murallas tan prolijamente construidas y también el de la realidad que sólo estaba a diez cuadras y aquí mismo. Mis abuelos vinieron escapando de la guerra y yo me la pasé escapando de mi misma, de mis miedos.
Sentí una terrible fragilidad.
Tiempo después me mudé a una casa con patio y parra en un barrio sin humo y calle empedrada. Mi gata Pancha se escapó la primer semana y nunca más la vi. No tuve huerta, pero sí muchísimas plantas. El departamento de once se vendió (otra gente habita hoy mis fantasmas). Me queda el recuerdo de mi abuelo llevándome de la mano a ver los peces del acuario de la calle Rivadavia, el tono polaco de mi abuela y sus ojos profundamente celestes. La vuelta sobre sus pasos después de tanto recorrido.
Pero una parte mía, quedó en ese instante
para siempre.
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