Hace millones de años, con mi marido nos mudamos a una casa en la que había funcionado una fábrica. Cuando la recibimos todavía quedaban algunas máquinas que no se habían podido vender, un escritorio destartalado con las boletas de compra en un cajón y trescientos kilos de lana en el depósito de la terraza. En el medio de una habitación vacía encontramos un sillón giratorio de cuerina naranja. Todavía recuerdo aquella charla con mi marido:
– ¿Nos lo quedamos? ¡Es tan lindo! – El retapizado nos va a costar más que un sillón nuevo. Lo tiramos. – Pero noooo ¡mirá qué sólido! ya no se hacen estas cosas. – ¿Te tengo que dar todos los gustos? Ok, pero la butaca la tiramos, solo va a servir para que nos demos golpes al paso – ¡No! ¡cómo! ¿los vamos a separar? ¿no te dan lástima? – ¿lástima? ¿un sillón y una butaca? ¿qué te pasa? La tiramos – ¡que insensible, Judi! Sos peor que «los hombres» que se llevaron a la mamá de BambiFinalmente hicimos «de tin marín de do pingué» y el universo decidió que nos lo quedáramos, así que una tarde lo subimos al Renault 12 y recorrimos media ciudad con el sillón patas para arriba en el baúl semiabierto buscando alguien que pudiese hacer el trabajo. En cada tapicería que preguntábamos nos decían que esa clase de sillón no se podía desarmar, pero a esa altura, mi marido y yo estábamos tan encariñados o encaprichados que no nos íbamos a dar por vencidos.
Después de buscar durante horas, por fin encontramos una tapicería de asientos para autos donde estaban dispuestos a hacer el trabajo. Nos dio un poquito de resquemor porque no parecían preocuparse por los detalles, pero como no teníamos otra alternativa, le dejamos nuestro sillón insistiéndole mucho al tapicero para que no se equivocase de color: Tenía que ser el azul petróleo del catálogo.
Si me disculpan, voy a interrumpir el post porque esto se está haciendo de chicle. Así que a partir de ahora aprieto el FFW y adelanto rápido toda la parte en que fuimos a buscarlo:
Oda al color del sillón que no era azul ni petróleo cuando lo buscamos era color berenjena o verde limón porque a un tapicero no le importa el matiz del tapiz ni el tono en el que le dijimos «vuélvalo a tapizar» y le lloramos «vuélvalo a tapizar» y le rogamos «vuélvalo a tapizar» Hasta que lo cansamos y al final quedó el sillón perfecto junto al balcónDespués no quedó tan perfecto en el departamentito de Tucumán, y es allí cuando el sillón empezó a tomar otro significado en mi vida porque me recordaba que alguna vez, para mí había sido importante el diseño y la decoración. Ese sillón era como una aviso para quien entraba en mi casa: «No se dejen engañar. Esta señora que hoy pone las flores en botellas de plástico cortadas, alguna vez tuvo una casa con estilo». El sillón funcionaba como esos pequeños minutos de fama, esos touch de gloria que atesoro y que exprimo en cada charla: «En el año noventa y uno salí seleccionada en la bienal de poesía» para que nadie piense que sólo las compras, sólo los chicos, sólo la casa. O como ese trofeo que advierte: «Ojo que hoy no te corre el colectivo, pero en su momento, doña Judi, ganó los cien metros llanos en las interbarriales».
Esos recuerdos son como los «pajim ketanim» que Yaacov dejó al otro lado del río. En algún momento tengo que volver a buscarlos y librar una batalla definitiva contra el ángel de Esav.
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