A los ocho años, mi amiga Mariana me sentó en el rellano de la escalera y me informó que no seguiría siendo mi amiga a menos que yo aprendiese a decir malas palabras. Por mucho que yo quería su amistad, sólo me animé a la punta del obelisco y la república Argentina, agravios que no alcanzaron para que me aceptasen en su «club de los bocas sucias» que se reunía en secreto en la terraza del edificio.
Por esa misma época, mi primo dejó de hablarme durante una semana por avisarle a mis padres -distraídos en una charla de sobremesa- que era hora de apagar la tele porque había terminado el horario de protección al menor. Desde ese día me exigí quedarme frente a la pantalla –con un sentimiento de culpa tremendo- aún después de que la permanencia de los niños frente al televisor quedase bajo la responsabilidad de los señores padres.
Siempre sentí una fascinación incomprensible por quienes no siguen las reglas y he pasado gran parte de mi vida intentado desprenderme de la etiqueta de «nena buena» que me persigue. En la escuela, por ejemplo, siendo la preferida de todas las maestras, yo miraba con envidia a las revoltosas que pasaban horas en dirección y se reían a espaldas de la directora. Yo una vez llegué tarde y lloré frente a todo el colegio mientras izaban la bandera.
A medida que fui creciendo me di cuenta de que si quería pertenecer a esos grupos, a falta de méritos propios, tendría que aplaudir las insolencias ajenas. Así terminé riéndome frente al robo de un chocolate en un kiosco, o siendo coartada para las madres de mis amigas. Lentamente me fui convirtiendo en la amiga sensata de los desatinados. Para mantener mi derecho a pertenencia, yo cometía pequeñas travesuras, como incluir una frase descolocada en la mitad de una monografía o ratearme de la hora de biología, que más que ocultar, exhibían mi naturaleza ingenua, pero que por lo menos me garantizaban ser invitada a sus fiestas.
Todo eso cambió con la teshuvá. De golpe, hacer lo correcto era lo propicio. Ya no recibía invitaciones a salidas que implicaban cierta tolerancia a la cerveza sino llamados para completar un libro de tehilim. El mundo se dio vuelta y la admiración dejó de ser inversamente proporcional al largo de la pollera. Al principio (muy al principio) me alegré porque pensé que mi trabajo sería simplemente dejarme ser y expresar todo el bien que había en mí. Pero me equivocaba. Los años de malas compañías tuvieron una influencia inevitable. Sin darme cuenta me había convertido en una rebelde sin causa. El laissez faire se había apoderado de mí.
De esto me di cuenta hace unos días, mientras observaba a mis amigas hacer minjá en el bosque. Caía el sol y ellas estaban tan entregadas a su tefilá que me conmovieron. Yo apenas llego a hacer shajarit apurada porque «hay que empezar el día». En ese atardecer me asombré y agradecí estar rodeada por gente que llegó a otro nivel y tuve esperanzas de que así como un día mis compañeras me ayudaron a colarme en el recital de Laurie Anderson sin pagar, mis amigas me colasen en su conexión a pesar de no merecerla.
Tanto lo quise que al final lo logré. Hoy humildemente puedo decir que soy lo peorcito entre mis amigas. Y estoy feliz de que así sea. Soy cola de león entre gente extraordinaria. Intentaré que me contagien un poco. Si las malas compañías tuvieron una influencia tan impresionante, espero que las buenas también.
Deja un comentario