Viviendo en una caverna iluminada por velas de aceite reciclado. Asando cebollas en una fogata. Fabricando canastitas de mimbre. Así voy a terminar si sigo dándole crédito a mi intuición.
Todo este desbarajuste empezó hace unos años, el día en el que me sorprendí a punto de comprar una yogurtera-despertador porque algunas de mis vecinas no paraban de elogiarla. Antes de pagar los 370 shekels que me garantizaban un despertar lácteo, tuve un momento de conciencia. Una epifanía. Adiviné dónde terminaría ese aparato: en el fondo de la alacena junto con la brochettera, la fonducera, y la máquina para picar hielo. Me pregunté por qué la estaba comprando.
¿Quién era esa persona que compraba cosas sólo porque los demás las tenían? ¿cuánto me dejaba influir por decisiones ajenas? ¿Por qué me habían convencido para inscribirme en un curso de origami si a mí no me gusta doblar papel? ¿Desde cuándo pedía helado de frutilla y chocolate si siempre quiero uno sólo de ananá?
Ya no sabía distinguir lo que me gustaba de lo que no. Lo que quería de lo que no quería. Suficiente, me dije. Le devolví la yogurtera a la vendedora con un gesto exagerado para acentuar el efecto de mi declaración de principios y volví a casa decidida a reencontrarme conmigo misma. Googleé: «Verdadero yo ¿dónde estas que no te encuentro?» y emprendí el camino de regreso.
Seré valiente y seguiré comprando yogurt Yoplait aunque le parezca mal a mis vecinas, me envalentoné. Me haré cargo de lo que quiero y de lo que pienso. Basta de andar escuchando todas las voces menos la mía. Basta de dejarme influir por la gente que dice saber lo que yo debería estar haciendo cuando en realidad ni saben qué hacer con su propia vida.
Bastante tiempo viví enajenada, haciendo cosas que no me representaban. Siendo lo que no soy y pensando lo que no pienso. Dejándome arrastrar por la corriente. Vistiendo ropa fea porque se usa. Comprando lo que no necesito porque me lo venden.
Ahora intento no hacer nada sin preguntarme antes qué es lo que me motiva y si la respuesta tiene que ver con las apariencias o las expectativas sociales, huyo como si un dragón me estuviese persiguiendo. Reemplazar «lo que se espera de mí» por «lo que Hashem espera de mí» es el secreto.
Aunque todavía estoy lejos, ya puedo vislumbrarme. Y no crean que me gusta tanto lo que voy viendo. Allá ella, tan pura esencia, es un poco imbécil y está bastante sola. No es lo que yo me esperaba encontrar. Hubiese preferido una ejecutiva en traje Chanel, pero parece que soy una que se preocupa por la huella de carbono.
Para colmo, mientras voy corriendo en cámara lenta, empiezo a sospechar el precio social que se paga por atreverse a decir no cuando se espera un si. Se imaginarán que un poco de miedo tengo.
Pero después me digo que ese miedo es sólo piri pi pi. La única verdad es que al mundo vine sola y que también me iré sola. Que soy yo la que un día tendrá que rendir cuentas frente al Creador del Universo. Y sé que quiero llegar a ese momento pudiendo decir que usé bien los años de mi vida. Que no los malgasté siendo el mensajero, sino que me convertí en el mensaje.
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