Créeme, no puedo escribir esto, me queda grande. Y aparte no tengo ganas. Preferiría planchar treinta camisas con almidón. Ayudame, entonces. Rompamos la pantalla que nos separa y escribamos este post juntos. En teatro se llama romper la cuarta pared: es cuando el actor deja por un instante su papel e ingresa en la realidad para involucrar al espectador. Es lo que hacía Olmedo mostrando el detrás de cámara. Es lo que hacía Jeff Daniels en La rosa púrpura del Cairo.
Ya adivinaste ¿verdad? Así que ahora que te tengo en tema, empecemos. No sé por qué necesito que lo hablemos.
Sabés, hace unos días la hija publicó la carta, sé que la leíste. El caso había quedado casi olvidado. La justicia, en su momento no pudo determinar realmente qué pasó. Y ahora, después de veinte años, la hija escribe esa carta que se multiplica por los medios para que todos volvamos a acordarnos.
Te pasa lo mismo que a mí. Lo primero que hacemos es odiarlo. ¡Y cuánto! Nos ponemos incondicionalmente del lado de ella. Queremos salir a quemar rollos de películas. Estamos dispuestos a romperle la cara con un clarinete y hacerle tragar los vidrios rotos de sus anteojos.
Al día siguiente él se defiende de manera contundente. Se describe como la víctima de una venganza infinita. Niega todo lo sucedido. Y un poco le creemos. Bajamos los decibeles –respiramos aliviados-, reconstruimos los anteojos con la gotita y se los volvemos a poner con gesto de culpa. Lo compadecemos por haberse cruzado con una de esas que cocinan el conejo.
En el mundo intelectual inmediatamente se abre un debate acerca de si es posible separar al artista del hombre. Si hay distancia entre las creaciones y la moral de sus creadores. Si sus desvíos personales influyen la obra. Las aguas de Hollywoody se dividen entre acusadores y defensores.
Sin embargo, en el mundo religioso no se abre ningún debate. A vos y a mí nos parece raro, porque sitios que se están ocupando de nuestra visión del Super Bowl o de la novia del hijo de Netanyahu, no tienen nada para decir acerca de ese escándalo.
Entonces llegamos a la misma conclusión: que ese silencio no se debe tanto a que el tema no nos toque como comunidad –¿qué tenemos que ver con el personaje más agnóstico del planeta?- sino que no se dice nada por no hacer lashon hará.
Y nos parece bien, muy bien. Y te aviso que hace rato que dejamos de hablar de ese caso. Ahora estamos hablando del silencio. Del tema que se desprende naturalmente de esa mudez y que es un debate que nos estamos debiendo como comunidad. Eso es lo que esperábamos escuchar.
Pero como nadie lo ha dicho, aquí venimos nosotros: La cuestión sería si no estaríamos resguardándonos en las halajot de lashon hará –mal aprendidas- para no enfrentar temas comprometidos. Si no estaríamos acobardados, negando errores de nuestra comunidad, protegiendo abusadores, ladrones, maridos que retienen esposas sin otorgar un guet, bajo el cono de «lashon hara no hablaremos» y por ende, permitiendo que esos problemas se multipliquen.
Por supuesto sólo hablamos de los abusos, de los engaños y de los crímenes que se comenten en nuestras narices pero que nos esforzamos por ignorar. No de si la ganenet tiene cara de cansada.
Noto tu incomodidad, no te gusta lo que estamos diciendo. No sabés qué pensar. No te preocupes, yo tampoco. Todo se resume a preguntarnos si no estaríamos dejando a nuestras víctimas sufrir en soledad por miedo a involucrarnos. Si llegásemos a la conclusión de que estamos seguros de que en todos los casos nuestras motivaciones para no denunciar son puras, que caben bajo cada una de las palabras de la halajá, nos llamo a silencio. Pero si hubiese una pequeña posibilidad de que no estemos tomando partido por pereza (después de todo ¿quién tiene ganas de perder tiempo saliendo como testigo?), miedo (a ver si me echan a los chicos del colegio si protesto por chirlo del rebe), o no queremos cargar con el estigma (lo que no se sabe no existe), yo más que al silencio nos llamaría a la reflexión.
La Torá es perfecta -pero nosotros somos humanos-, así que en principio te comprometo a que estudiemos las halajot de lashon hará como es debido (te sorprenderá el capítulo 29 de el libro The Code of jewish Conduct dedicado a lahson hara y rejilut letoelet) y a comenzar a cerrar la boca cuando es apropiado (no, no necesito saber quién discutió con el marido) pero a hablar cuando es obligatorio.
Nos gustaría decir que el mal no existe en nuestra comunidad, pero la verdad es –y lo digo con lágrimas en mis ojos- que sabemos que muchas veces dejamos a las víctimas solas y en silencio.
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